«A media luz los tres”, de Miguel Mihura, se representa al aire libre en el teatro Galileo de Madrid

Miguel Mihura estrenó «A media luz los tres” en 1953 en el madrileño teatro de La Comedia. Es, como se decía entonces, una obra sobre líos de faldas. Con las ocurrencias geniales de Mihura en las situaciones y en la palabra. «A media luz los tres” consiste en un maravilloso juguete cómico.

Alfredo, el personaje interpretado por Fernando Cayo, vive feliz en su piso de soltero, saboreando su condición de mujeriego, casi permanentemente acompañado de su amigo Sebastián (Javi Coll), un hombre imbuido en un matrimonio monótono y en su afición a la pesca submarina. Pero las cosas cambiarán. Nada es lo que parece. Miguel Mihura, al menos en la versión que Rubén Tejerina ha hecho de esta obra, defiende simultáneamente el valor de la aventura y el valor de la vida en pareja estable. No se inclina ni por una cosa ni por la otra, sino todo lo contrario. Lo suyo es hacer teatro.

Se trata de un entretenimiento, y así lo ha entendido Fernando Soto, el director. Que ha potenciado la gesticulación, los movimientos, el ir y venir de los personajes: el acompañamiento musical con una orquesta en vivo. Y que ha leído acertadamente la poesía que contiene el texto y lo que la obra pudiera tener de viñeta de La Codorniz. Los personajes aparecen como irreales, incluso caricaturescos.

Y sobresale la actuación llena de comicidad, gracia y sensualidad gritona de una extraordinaria Pepa Rus, que encarna a cuatro personajes, cada uno con su correspondiente perfil. Pepa Rus, un derroche de vitalidad, lo llena todo. Ya sea la asistenta deslenguada o la bailarina de cabaret (Lulú) triste y presuntamente engañada. Porque Mihura conoció bien a las mujeres. Incluso Sara Montiel, en el libro de memorias que publicó hace unos tres lustros, formuló una confesión sorprendente: «A mi me desvirgó Miguel Mihura”. Pepa Rus se desenvuelve sobre las tablas magistralmente entre el romanticismo y el arrabal.

El tiempo ha pasado, la sociedad ha cambiado, todo es distinto, pero el teatro de Miguel Mihura permanece. Sublime. Y sublime decisión, siempre, recuperarlo.