Artificio, si hay una palabra que define “Deseando amar” es artificio. No solo, como dice el diccionario, por el arte, primor, ingenio o habilidad con la que la película está hecha sino porque se trata de un largometraje en el que la elaboración artística predomina sobre la naturalidad. Y esa es precisamente una de las razones por las que resulta fascinante, porque el buen cine es, en el mejor sentido de la palabra, verdadero artificio.

Sé que hay películas realistas maravillosas, muchas historias requieren del verismo para conseguir hacer llegar sus mensajes al espectador como se proponen: representando fiel y exageradamente la realidad que reflejan; son cintas que se valen del sonido ambiente sin añadir ningún tipo de música, a no ser que sea diegética, repletas de imágenes feístas y planos premeditadamente descuidados, en las que se contratan a actores semiprofesionales o que trabajan por primera vez tras una cámara, en un intento de acercar la vida real, con toda su crudeza, al espectador. Pero a mí, aunque no deje de reconocer la existencia de obras excelentes entre este tipo de largometrajes, el cine que me cautiva, el que me llega de verdad y me conmueve, es el que se podría reconocer como más falso y artificial, el que envuelve sus relatos en ambientes y decorados de ensueño, cuyos intérpretes son atractivos actores de prestigio, con vestuarios ostentosos, llamativos colores y encuadres tan estudiados como rebuscados. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que este tipo de historias sean únicamente irreales cuentos de hadas con final feliz; un largometraje puede ser tan artificioso como el que más y presentar un testimonio tan verdadero y creíble como la propia existencia. Lo cortés no quita lo valiente. Pero he de reconocer que la trampa, la especial seducción con que te envuelven las películas, me atrae. Quiero que el cine me engañe puesto que en eso consiste su magia. Porque el cine, por muy veraz y auténtico que sea lo que te cuenta, es, ante todo, ficción.

“Deseando amar” es un verdadero deleite para los sentidos, un juego de imágenes rebuscadas y perfectas que te envuelve de principio a fin, que te embruja con su hechizo atrapándote para no dejarte escapar. Es puro cine.

Con el arte del mejor prestidigitador, Wong Kar-Wai consigue hipnotizar a la audiencia con un drama romántico, una historia de amor clásica que si no fuera por su estilo narrativo y visual poco tendría de original. Conjurando al espacio y al tiempo, el director crea un entramado laberíntico ante el que el espectador cae rendido sin importarle dónde se sitúan los personajes o en qué momento de la historia están. Dentro de una realidad que muchas veces parece un sueño, el público se transfigura en un voyeur que, agazapado detrás de espejos, ventanas, reflejos y humo de cigarrillos, se adentra sigilosamente en el mundo interior de los protagonistas. El relato novelero que presenta la cinta no tiene en realidad ni principio ni fin, es más bien un enrevesado bucle del que solo se consigue escapar si te dejas llevar por el encanto de los intérpretes, por la interpretación de Maggie Cheung y Tony Leung, el vestuario de los personajes, sobre todo el de la protagonista, los colores de las imágenes, los encuadres, la música, los movimientos de cámara… Y es que la composición de las escenas y los planos así como la estética, son lo realmente importante en esta obra. Porque en “Deseando amar” la imagen es tan significativa como la acción o los diálogos.

El amor deseado pero no conseguido, la pasión, el desencanto, los secretos y la memoria son elementos constantes en el cine del director hongkonés que vuelven a aparecer en “Deseando amar”, segunda parte de una trilogía que comenzó con “Días salvajes” y terminaría con “2046”. Situada entre Hong Kong y Singapur en los años 60, su sobrecogedora belleza y su poético simbolismo la han hecho destacar no solo como la mejor película de Wong Kar-Wai sino también como una de las grandes obras maestras de los últimos tiempos. Incapaz de trasladar en palabras todo lo que este prodigioso melodrama me transmite, me conformo con reiterar mi argumentación primigenia y aclamar: ¡Viva el artificio!