Excelente trabajo actoral en la divertida obra «Aguacates”, que se representa en el Teatro Príncipe Gran Vía de Madrid

Los intérpretes Juanjo Artero, Jesús Cabrero, Lucía Ramos, y Ricardo Sáiz, soportan a pulso, con un trabajo actoral de primer orden, la comedia «Aguacates”, un texto políticamente incorrecto, con algunas ráfagas de ingenio, pero con cierta rigidez general, escrito por Tirso Calero, que se representa en el Teatro Príncipe Gran Vía de Madrid. «Aguacates” es sobre todo una obra para disfrutar de los actores, que se ven permanentemente en situaciones límite.

Juanjo Artero era aquel adolescente rubio de la serie televisiva ‘Verano azul’, que llegó casualmente al mundo de la interpretación a principios de los 80 para quedarse definitivamente en la profesión. Ha hecho mucho teatro clásico, ha sido varias veces Don Juan Tenorio, domina el verso –algo difícil para un actor-, y en «Aguacates” demuestra una preparación para la comedia estratosférica. Llena de vida, de autenticidad, lo que en ocasiones en el texto son situaciones con cierto perfil de estereotipo. Y defiende con contención un personaje desmesurado, que podría conducir a un actor menos hábil a la sobreactuación.

Toni –su personaje- es un mujeriego irreductible –»aquella mujer era melodía en movimiento”, dice Toni-, aventurero, viajero y, ahora, arruinado. Cree poder hallar una salida a su difícil situación económica con la adquisición de una plantación de aguacates en Cuba, pero necesita un préstamo de su amigo de toda la vida, Marcelino –un sensacional Jesús Cabrero-. Marcelino es un político conservador con una tremenda confusión personal, que creció en la política llevando sobres llenos de dinero a compañeros de partido de despacho en despacho. Pero en la vida de Marcelino, recién separado de su mujer, hay un secreto. Y una preocupación: su joven hija. La actriz Lucía Ramos está brillante en la defensa de su personaje desmelenado, al que aporta gracia, talento y escotazo.

Hay en «Aguacates” un toque de alta comedia. Tiene estilo, gracia y, ya está dicho, una interpretación superlativa. Pero en el subsuelo de la obra hay algo que chirría levemente, un desajuste que procede del texto pero que no ensombrece el brillo general. La función se ve con agrado. Se trata de una obra risueña aunque el contenido de fondo no es sencillo: corrupción política, homosexualidad, infidelidad. Pero hay un canto a la amistad. Y una llamada permanente al entretenimiento. Con eso basta.