Si la memoria no me falla, algo que últimamente me ocurre a menudo, asistí por primera vez al  festival de Venecia en el año 2000. Era la 57 edición de la Mostra cinematográfica italiana y entre los largometrajes a concurso se proyectaba “La isla”, cuarto trabajo del director coreano Kim Ki-duk. No recuerdo por qué no estuve en la proyección, supongo que no me tocaba a mí hacer las entrevistas de la película ya que nos dividíamos el trabajo entre las dos redactoras que cubríamos el certamen para el medio en el que trabajábamos entonces, Canal +. A mí solían tocarme los trabajos más comerciales y en muchas ocasiones lo agradecía; descubrir los nuevos largometrajes de algunos supuestos “artistas” se hacía muy duro la mayoría de las veces. ¡Nadie es perfecto!

Tengo que confesar que de aquel festival recuerdo poco: las entrevistas a Richard Gere y Javier Bardem, por motivos diferentes y que ahora no vienen al caso; el primero presentaba en competición “El Dr. T y las mujeres” y el segundo, que se llevó la Copa Volpi al Mejor Actor, “Antes de que anochezca”. Lo que no olvidaré jamás, y por eso al enterarme de la muerte del director me vino a la cabeza mi primera visita al Lido veneciano, fue la reacción que provocó el pase de “La isla”, que participaba en la competición oficial. Nunca podré olvidar las caras desencajadas de mis compañeros al salir de la sala en la que se había proyectado y menos aún sus comentarios. Según sus palabras, “se trataba de la experiencia cinematográfica más desagradable que habían experimentado en su vida”. Sus afirmaciones quedaron confirmadas con el desmayo de una joven ante la crudeza de algunas imágenes, justo en el momento en el que la protagonista se clava un anzuelo en sus partes pudendas. Tan dura era la escena y tan mal lo pasó la chica, supusimos que se trataba de una corresponsal ya que era un pase de prensa, que tuvo que ser asistida por un periodista español, que además era médico, que presenció ambas escenas, la de la pantalla y la de la sala, en vivo y en directo.

He de reconocer, para mi vergüenza si lo pienso hoy en día, que el tal Kim Ki-duk no me interesó demasiado en aquel momento. No por el truculento relato de mis colegas, la dureza de las imágenes en cine nunca me ha impresionado y menos aún acobardado a la hora de ver una cinta, sino porque mis prejuicios me llevaron a la conclusión de que se trataba de un realizador pretencioso más, uno de esos que buscan hacerse un hueco llamando la atención de la manera más desagradable posible en vez de preocuparse por hacer un producto digno y entretenido. La Mostra terminó y no me acordé más del coreano hasta cuatro años después, cuando presentó en el mismo evento “Hierro 3” y me tocó cubrirla. ¡Qué impacto me provocó aquella película! Una obra maestra a la altura de muchos de los grandes clásicos del cine que había admirado toda mi vida, reflexioné al salir de la proyección. ¿Cómo no había visto antes los trabajos del director? ¿Por qué había sido tan necia, tan estrecha de mente, como para negarme a explorar su cine? En aquel mismo momento decidí que tenía que recuperar toda su filmografía y al volver a España me dediqué a ello en cuerpo y alma.

Actualmente, Kim Ki-duk es para mí uno de los mejores directores de los últimos veinte años. Un referente a destacar en la cinematografía mundial. Por eso, al enterarme de la noticia de su muerte, me he quedado como la protagonista de “La isla”: sin palabras; ya han pasado unas horas desde que leí la noticia y sigo tan muda como sus mejores películas, que, aunque ninguna lo sea, la mayoría lo parecen. Porque el cine de este maravilloso director surcoreano es fascinante. A través de sus imágenes y prácticamente sin diálogos, como muchos de los grandes, es capaz de transmitir los sentimientos más profundos, las emociones más intensas. Los silencios, las contemplativas atmósferas y la quietud se han convertido en su marca personal e intransferible, todo ello en contraposición con un poético sentido del erotismo y una violencia truculenta que en ocasiones se convierte en terrorífica. Si para mí el cine de John Ford es pura poesía, me atrevo a decir que el de Kim Ki-duk, salvando las distancias pero sin desmerecer, también lo es. Descansa en paz, querido Kim Ki-duk, yo nunca dejaré de disfrutar con tu cine. ¡Gracias por existir!