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Sinopsis
La historia de una película que no existe. En lugar de echar un vistazo tras las escenas, «Lost in La Mancha» ofrece una mirada única y profunda a la más dura realidad de hacer una película. Con dramas que van desde los conflictos personales a tormentas épicas, esto es una constatación de la desintegración de una película. En Septiembre de 2000, cuando las cámaras empezaron a rodar la adaptación de Terry Gilliam de «Don Quijote», que iba a llevar el título de «El hombre que mató a don Quijote», la producción ya había tenido un pasado con altibajos, incluyendo diez años de desarrollo del proyecto, una serie de productores y dos intentos previos de empezar la película. Gilliam ya había conseguido la difícil tarea de financiar los 32 millones de dólares de presupuesto en Europa, una proeza que le daría libertad frente a las restricciones creativas de Hollywood. El duro viaje no fue, de todas formas, inconsecuente con la carrera de Gilliam: sus más de quince años de historia batallando con la maquinaria de Hollywood lo etiquetaron, como Quijote, como un visionario soñador que se enfurece contra fuerzas gigantescas. Uniendo al equipo de producción, con sede en Madrid, ocho semanas antes del rodaje, los directores de «Lost in La mancha», Keith Fulton y Louis Pepe fueron testimonios tanto de los éxitos como de los fracasos. Los problemas surgen rápidamente: el equipo multilingüe lucha para comunicar ideas detalladas (los actores continúan ausentes, ya que están acabando su trabajo en otros proyectos, y todo, desde caballos sin entrenar hasta el ruido ambiental, que no estaba debidamente filtrado) amenazó la película. Pero a pesar de todo existe la palpable excitación de que las ideas de Gilliam finalmente darían sus frutos: el equipo visionó las pruebas de metraje de los gigantes merodeadores; los «marionetistas» ensayaron con una tropa de marionetas a tamaño natural; Gilliam y Johnny Deep hicieron una puesta en común sobre el guión. Al tiempo Jean Rochefort se colocaba su armadura de Quijote con éxito. La historia de una película que no existe. En lugar de echar un vistazo tras las escenas, «Lost in La Mancha» ofrece una mirada única y profunda a la más dura realidad de hacer una película. Con dramas que van desde los conflictos personales a tormentas épicas, esto es una constatación de la desintegración de una película. En Septiembre de 2000, cuando las cámaras empezaron a rodar la adaptación de Terry Gilliam de «Don Quijote», la producción ya había tenido un pasado con altibajos, incluyendo diez años de desarrollo del proyecto, una serie de productores y dos intentos previos de empezar la película. Gilliam ya había conseguido la difícil tarea de financiar los 32 millones de dólares de presupuesto en Europa, una proeza que le daría libertad frente a las restricciones creativas de Hollywood. El duro viaje no fue, de todas formas, inconsecuente con la carrera de Gilliam: sus más de quince años de historia batallando con la maquinaria de Hollywood lo etiquetaron, como Quijote, como un visionario soñador que se enfurece contra fuerzas gigantescas. Uniendo al equipo de producción, con sede en Madrid, ocho semanas antes del rodaje, los directores de «Lost in La mancha», Keith Fulton y Louis Pepe fueron testimonios tanto de los éxitos como de los fracasos. Los problemas surgen rápidamente: el equipo multilingüe lucha para comunicar ideas detalladas -los actores continúan ausentes, ya que están acabando su trabajo en otros proyectos, y todo, desde caballos sin entrenar hasta el ruido ambiental, que no estaba debidamente filtrado, amenazó la película. Pero a pesar de todo existe la palpable excitación de que las ideas de Gilliam finalmente darían sus frutos: el equipo visionó las pruebas de metraje de los gigantes merodeadores; los «marionetistas» ensayaron con una tropa de marionetas a tamaño natural; Gilliam y Johnny Deep hicieron una puesta en común sobre el guión. Al tiempo Jean Rochefort se colocaba su armadura de Quijote con éxito.