Imagino que Sean Connery siempre será recordado como 007, no en vano encarnó al famoso agente secreto en siete ocasiones y, todo hay que decirlo, el papel le sentaba incluso mejor que los chaqués a medida con los que se vestía para interpretarlo. Para mí, Connery siempre ha sido, es y será “el mejor James Bond de la historia”, un merecido título que el resto de actores que lo han interpretado jamás han podido soñar con alcanzar y que no creo que ningún otro venidero lo consiga. Y es que Sean Connery no solo fue el mejor James Bond sino que era “el verdadero”; a su lado, todos los demás parecen falsos. Cuando era pequeña, me ocurrió con Sean Connery algo muy parecido a lo que me pasó con Johnny Weissmuller. Recuerdo que un día mi hermana y yo vimos el cartel de una película de Tarzán y quisimos ir a verla. A la salida, mis padres nos preguntaron si nos había gustado y las dos contestamos muy enfadadas: “¡No, nada. No era Tarzán el verdadero!”. Porque Johnny Weissmuller era único e inimitable en sus interpretaciones del hombre mono al igual que lo era Sean Connery cuando se transformaba en el espía británico. Tras haber disfrutado de todas las películas de 007 con el escocés como protagonista, mi sensación al descubrir a George Lazenby, y lo mismo años después con Roger Moore, fue exactamente la misma que había tenido tiempo atrás con el campeón de natación: ¡no eran los verdaderos! Y me siguió pasando más adelante con Timothy Dalton, Pierce Brosnan o más recientemente con Daniel Craig: aunque salieran airosos de sus trabajos, no puedo decir que lo hicieran mal, ninguno de ellos es el verdadero.

Tengo que decir que mi amor incondicional hacia Sean Connery trasciende sus películas de 007, doy por hecho que no es un sentimiento original ya que muchos apasionados del cine pensamos lo mismo y hoy en día nadie se atrevería a negar que el actor es mucho más que James Bond. Sus más de noventa títulos han demostrado que aquel lechero que en tiempos luchó por el título de Mister Universo superó lo insuperable y consiguió quitarse la etiqueta del mejor agente secreto del mundo para convertirse en uno de los más grandes actores de la historia. Yo soy de las pocas afortunadas de mi generación que tuvieron la suerte de ver los clásicos en pantalla grande y hay tres imágenes, en realidad tres interpretaciones, que tengo grabadas a fuego no solo en la retina sino también en el corazón: la de Raisuli en “El viento y el león”, Daniel Dravot en “El hombre que pudo reinar” y el Robin Hood de “Robin y Marian”. Antes que estas tres películas ya había visto otras cuantas suyas, sin contar las de James Bond: “Marnie la ladrona”, puede que “Brumas de inquietud” e incluso “Odio en las entrañas”; también “La colina de los hombres perdidos” y curiosamente hasta una de Tarzán protagonizada por Gordon Scott en la que él también aparecía. Quiero decir que conocía a Connery desde antes de hacerse famoso y me gustaba. Pero he de reconocer que hasta contemplar a toda pantalla su imponente imagen a caballo a través del desierto, ponerse su corona para reinar en Kafiristan o lanzar la flecha de la muerte en su Robin crepuscular, no fui consciente de su maestría a la hora de interpretar. Sus ojos, su mirada, su forma de moverse, su distinción, su porte, su empaque… su apariencia. Su voz llegaría más tarde puesto que en aquellos tiempos veíamos las películas dobladas.

Años después rememoré aquellas imágenes y las maravillosas sensaciones que me produjeron en otras interpretaciones suyas como las de “El nombre de la rosa”, “Los inmortales”, “Los intocables de Eliot Ness”, por la que obtuvo su único Óscar a la Mejor Interpretación de Reparto, o “Indiana Jones y la última cruzada”. Lo malo es que toda aparición suya sabía a poco, su presencia era tan poderosa que cuando su personaje fallecía, como ocurría en estos tres últimos largometrajes, por muy buena que fuera la película parecía que el resto de la historia ya no tuviera razón de ser, como si él se la llevase consigo al más allá. Una participación de Connery de dos segundos era como dos horas de metraje de cualquier otro actor. A su lado, todo intérprete se volvía pequeño. Nadie llenaba la pantalla como él. Así recuerdo con lágrimas de emoción como su intervención en “Robin Hood: Príncipe de los ladrones” se convirtió en una fiesta en todos los cines en los que se proyectaba y cuando en los últimos minutos de metraje se presentaba interpretando al Rey Ricardo Corazón de León, los cines se venían abajo entre aplausos y vítores. Ya no importaba Robin Hood, menos aún la historia o Kevin Costner, lo que ponía a los espectadores en pie haciéndolos gritar de alegría era uno de los actores más grandes de la historia del cine: Connery, Sean Connery.

Desgraciadamente el gran Connery se nos ha ido, tenía 90 años y, aunque nos gustaría que estuviera entre nosotros para siempre, las grandes estrellas solo son inmortales en la pantalla. He de reconocer que me pesa no haber tenido la oportunidad de haberlo visto en persona. Nunca lo entrevisté y ni siquiera estuve cerca de él en algún festival. Solo me queda decir: ¡Descanse en paz, Sir Thomas Sean Connery, siempre nos quedará su cine!

Frases:

“Fui triunfador en todas las batallas, pero no sé si realmente gané”

 Robin y Marian (1976)

“Usted es como el viento y yo soy como el león. Usted forma la tempestad. La arena me pica en los ojos y la tierra abrasa. Rujo de furia pero no me escucháis. Hay una gran diferencia entre nosotros. Yo, al igual que el león, debo permanecer en mi sitio mientras que vos como el viento jamás sabréis cual es el vuestro“

El viento y el león (1975)

– Tú, ¿qué opinas? ¿Hemos desperdiciado nuestra vida?

– Eso depende de cómo se mire. No creo que el mundo haya mejorado gracias a nosotros.

– No, eso no.

– Ni tampoco creo que nadie llore nuestra muerte.

– Bueno, pues que no lloren.

– No hemos realizado muchas buenas acciones.

– Ninguna, eso sí es verdad.

– Pero ¿cuánta gente ha viajado y visto lo que nosotros?

– Muy pocos, desde luego.

– En este momento yo no me cambiaría ni por el mismísimo virrey, si tuviera que olvidar mis recuerdos.

El hombre que pudo reinar (1975)