Johnny Depp ha resucitado de sus cenizas gracias a la cinta de gangsters basada en hechos reales «Black Mass»

Dos diferentes aproximaciones al arte -musical en el primer caso y pictórico en el segundo- trajo este viernes la segunda jornada competitiva de la Mostra de Venecia, con sendas películas antagónicas en muchos aspectos, aunque ambos de producción mayoritariamente francesa.

Xavier Giannoli fue muy aplaudido como agradecimiento por el buen rato que pasó la audiencia ante su comedia «Marguerite», mientras el ruso Aleksandr Sokurov salta del Ermmitage al Louvre en «Francofonia» para una filosófica y a ratos surrealista reflexión que sólo gustó a sus fieles. Normalmente dejamos de lado las películas que no concursan por el León de Oro, pero al menos reseñemos que el últimamente en caída libre Johnny Depp ha resucitado de sus cenizas gracias a la cinta de gangsters basada en hechos reales «Black Mass», donde brilla como nunca.

En «Black Mass», dirigida por Scott Cooper, Depp interpreta a James Whitey Bulger, un gánster real de Boston que estrechó una inquietante alianza con agentes del FBI: él proporcionaba información y la policía detenía a su competencia, allanándole el camino para su escalada criminal. De ahí que, cuando en 2011 por fin le detuvieron, fuera condenado a dos cadenas perpetuas, por al menos 19 homicidios.

El francés Xavier Giannoli («Superstar”, «Chanson d’amour”) ha hecho desternillarse a la audiencia del Palazzo del Cinema veneciano con la comedia musical «Marguerite», primera de las dos películas que inspira la tan contumaz como mala cantante Florence Foster Jenkins, quien se hizo famosa en las primeras décadas del siglo pasado por sus desafinados gorgoritos, y de la que veremos otra producción, el año que viene, más auténticamente biográfica, protagonizada por Meryl Streep y dirigida por Stephen Frears.

De la mano de la estrella francesa Catherine Frot, irresistible en su papel, Giannoli toma la esencia de la historia real, una mujer adinerada que contra viento y marea, sin arredrarse por las críticas, usa su fortuna para hacer realidad el sueño de ser soprano y dar conciertos, para trasladarla de Estados Unidos a Francia, en los locos años 20.

No muy lejos de París es día de fiesta en el castillo de Marguerite Dumont. Como todos los años, una serie de amantes de la música se reúne alrededor de una gran causa. Nadie sabe mucho sobre esta mujer, excepto que es rica y que toda su vida se ha dedicado a su pasión: la música. Marguerite canta de todo corazón, pero terriblemente fuera de tono, y ha estado viviendo su pasión en su propia burbuja, y el público hipócrita, entre risas, actúa como si ella fuera la diva que cree que es.

La cinta, con guiños tan cinéfilos como llamar a la protagonista casi igual que la musa de Groucho Marx Margaret Dumont, ha generado el disfrute general, tanto por el sentido del humor del guión de Giannoli y Marcia Romano, como por el talento de Frot para seducirnos con la arrolladora personalidad de su diva desastrosa, quien es capaz de usar su riqueza para disfrutar y ser feliz, una filosofía que ha variado bastante desde entonces entre los pudientes del planeta.

No está muy claro que «Marguerite» vaya a estar en el palmarés (aunque sin duda su protagonista sería digna receptora de la Copa Volpi), pero desde luego tiene todas las opciones para ser uno de los éxitos de taquilla de los próximos meses, y de hecho ya ha sido comprada para numerosos mercados incluido el estadounidense.

El ruso Aleksandr Sokurov se ha convertido en una figura idolatrada por los críticos más sesudos, gracias a su mezcla de filosofía e historia con un alto sentido de la estética y el arte. Tras «Fausto», el cineasta vuelve a mostrarnos en «Francofonia» su fascinación por los museos (en este caso el Louvre parisino), y despliega sus reflexiones sobre la naturaleza del arte confrontada a la naturaleza humana a través de la paradigmática relación entre el director de la pinacoteca parisina en la Francia ocupada, Jacques Jaujard, y el aristocrático oficial nazi Franziskus Wolff-Metternich, encargado por Hitler de supervisar las obras inmortales para en su caso enviarlas a Berlín o destruirlas.

Sobre el papel, esta relación, guiada por un mutuo amor al arte, podría dar lugar a una trama lineal y exclusiva, pero Sokurov, omnipresente con su propia voz en Off e incluso dialogando ocasionalmente con algunos personajes, quiere complicar la cosa no sólo dejándose ver (sobre todo oir), sino poniendo en el mismo escenario a un par de fantasmas, el de la famosa Marianne, símbolo de la República Francesa, quien se limita a decir cada vez que aparece «Libertad, igualdad, fraternidad», lema de la Revolución gala del siglo XVIII, y a Napoleón. No hay relación directa entre estas inserciones y el resto de la trama, pero el director quiere dejar su sello particular para que no olvidemos que todo genio comete sus locuras. En definitiva «Francofonia» puede deleitar a los fieles al talento del ruso, pero a nadie más, y será difícil verla fuera de festivales y filmotecas. Es un cine exquisitamente minoritario, pretencioso para la mayoría de los mortales.