“La importancia de llamarse Ernesto” se estrenó en 1895 en Londres y está considerada como una de las mejores comedias, sino la mejor, del inigualable Oscar Wilde. Fue el último estreno que a Tío Oscar le valió el elogio y la adulación de la clase alta británica, que había celebrado durante años las brillantes ocurrencias de Wilde en los salones mientras las señoras se abanicaban con el abanico de Lady Windermer y los caballeros preparaban ya entrewhisky y whisky el destierro mortal del escritor a la cárcel, donde se consumiría de pena, olvido y desamor, aunque le quedó poesía antes de morir libre pero hondamente herido. Antes ideó a este personaje sublime, Ernesto, cuyo nombre rimaba con honesto para regocijo de sus admiradoras, porque Gwendolen y Cecily parecen más enamoradas del nombre que del hombre en el deslumbrante enredo de amores atendidos y no atendidos , intereses económicos matrimoniales y frases de un brillo absoluto, que ideó en esta función Oscar Wilde. Porque el Ernesto wildeano nació hace más de un siglo, pero continua radicalmente vivo, ahora en el madrileño Teatro Lara, en un montaje de la compañía Paso-Azorín. Oscar Wilde, pues, ha triunfado.
Escribió hace años Francisco Umbral: “El teatro de Wilde viene siempre en cualquier parte con un diálogo muy abundante, pero muy literario, de modo que cada palabra nos viene cargada de intención o de plurales intenciones, hasta el punto de que hay que llevarse el libro a casa, si queremos enterarnos a fondo”. Pero Ramón Paso, director y autor de la versión, recubre la obra de marcha, de ritmo, de apuntes musicales, de un adorable perfume a mujer sabia y sexy con liguero negro o liguero blanco, de entradas y salidas, de casa con dos puertas mala es de guardar a lo londinense, y con un final próximo a la tradición española de los clásicos, como si Calderón recibiera en su casa gentilmente a cenar a Wilde. Y hay, naturalmente, una sucesión de frases punzantes, brillantes, ingeniosas, una detrás de otra: “La verdadera felicidad conyugal empieza con la muerte del marido”; “sin amor se puede vivir, con lo que no se puede vivir es sin dinero”; “la mejor solución para la mala música es la sordera”; “el amor es un sacramento que debería recibirse de rodillas”. Los intérpretes las dicen con naturalidad, muy bien, aunque nadie hablaría como un personaje de Wilde, claro, pero esto es teatro/teatro. Magnífica como siempre Ana Azorín, plena de vis cómica, con su colosal manera de colocar las frases y con el permanente acierto en los gestos. Excelente la veterana Paloma Paso Jardiel, con muchas tablas, incluso en los apellidos. Y aquí está el gran Oscar Wilde, vivo, aplaudido, admirado. Dijo: “La vida no puede escribirse, sólo puede vivirse”. Wilde la sigue viviendo a grandes sorbos en los teatros. Su casa.