Dijo María Jiménez: “Hay señoras que no hacen nada con su coño; yo, al menos, canto con él”. Y lo repite la cantaora andaluza Rosalinda Galán, que canta a pulmón, sin micrófonos, las cuerdas vocales en sangre viva de emoción, sobre las notas de un guitarrista y un percusionista que la acompañan sobre el escenario de los Teatros Luchana de Madrid en el espectáculo “Quiero ser María Jiménez”, que se estrenó en 2016 y ahora se repone, meses después del fallecimiento en septiembre de la cantante, que gritó a todo ritmo “se acabó”, y aunque nunca fue feminista, o, al menos, no la consideraron como tal, ese tema de María Jiménez se convirtió en el lema de la rebelión de las futbolistas de la Selección Española y en un referente del feminismo en todo el mundo. Y ahí está Rosalinda Galán, con arte, con fiereza, con dolor, con talento, zapateando detrás del desgarro vital de la Jiménez: “Todo lo que yo te haga, antes ya me lo hiciste/ Y ahora, ¿qué quieres conmigo? Si tú para mí, no existes/ Aún yo soy mejor persona, pues no quiero hacerte daño/ Solo que no te quiero/ mi amor se fue con los años/ Se acabó”.

El espectáculo, escrito y dirigido por Carles Harillo, cuenta con un texto maravillosamente escrito, con una poesía que araña, llena de dolor y de madrugadas. “Mi infancia contada en palabras es como una mala traducción”. María Jiménez no fue una niña feliz. Su padre luchaba por traer algo de comer a casa, pero la pesadilla “siempre empezaba de la misma manera, con los gritos de mi madre y terminaba con los golpes de mi padre”. Aquella María “sólo quería limpiar, fregar y cantar”, afirma Rosalinda Galán en la recreación de la vida de María Jiménez, y Lorenzo López Sancho, leyenda de la crítica teatral, quizás hubiera escrito que a esta joven cantaora y actriz le ayuda también un cuerpo espectacular.

María Jiménez tuvo, decíamos, una existencia dolorida, pero con una poesía hecha a taconazo limpio, y así aparece aquí su personaje, entre la vida acuchillada de la mujer y ese cantar que la salvaba. Hermosa y desengañada. Pero ella insiste: “Yo soy mujer de un solo hombre”. Ese amor desesperado, que diría la copla, que aquí no está pero como si se escuchara: “Yo solo a uno he amado tanto como él a mí”. O: “Yo he amado hasta el delirio”. Y todo esto zarandea el escenario, incluso con la voz fugaz en off de María Jiménez refiriéndose resignadamente, como muerta ella también, al fallecimiento de su hija: “Igual que Dios me la dio, me la quitó”.

Rosalinda Galán se retuerce por el suelo, canta, baila, habla, el amor y la muerte, el desamor lleno de amor, el arte, y una mujer entre el público clama entre el silencio: “¡Pobrecilla!”. El teatro se ha hecho realidad entonces: la ficción se transforma en realidad para el público. Rosalinda sostiene a pulmón el pulso del espectáculo. La gente la despide aplaudiendo puesta en pie. Se acabó. A María Jiménez igual que Dios nos la dio, nos la quitó.