El Centro Dramático Nacional (CDN), la mayor institución teatral del país, programa desde su creación, a finales de los años 70, obras consolidadas y otras, las menos, de riesgo, conectadas con las vanguardias de cada momento. En 1980 estrenó “Ejercicios para equilibristas”, de Luis Matilla. Y en los dos años siguientes subió a sus tablas “El hombre y la mosca”, de José Ruibal, y “El taxidermista”, de Ángel García Pintado. Estos tres dramaturgos pertenecían –Ruibal y García Pintado ya han fallecido- a la denominada «Generación underground»: un teatro conectado a la vanguardia europea de Ionesco y Beckett, que fue perseguido sin piedad por los censores del franquismo. El estreno de Matilla, en el teatro Bellas Artes de Madrid, entonces sede del CDN junto al María Guerrero, constituyó un acontecimiento social de primer orden. Ramón Tamames, vicealcalde de Madrid por el Partido Comunista, se sentó en la primera fila. Y en el entreacto, en el bar del teatro, estaban Eduardo Haro Tecglen, que publicaría una crítica muy negativa de la obra en El País, y Moisés Pérez Coterillo, director de la desaparecida revista teatral Pipirijaina, que ensalzaría la función en su artículo. Pero la tarde siguiente, el teatro estuvo casi vacío. Aquella vieja vanguardia nunca consiguió conectar con el público.

“Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach”, de Nao Albert y Marcel Borrás, estrenada por el CDN en el María Guerrero de Madrid, puede considerarse una obra de vanguardia, en todo caso de una vanguardia gamberra, actual e imprevisible. Es una comedia con humor y un fondo inquietante, que tiene momentos de thriller, de perfomance, de teatro clásico, y de cine negro, más un final sorprendente y glorioso. Una función decididamente distinta al resto de las que hay en la cartelera. No busca la trascendencia, aunque en ocasiones la alcance, al contrario de en aquellas obras vanguardistas de los 70, que perseguían ser trascendentes y sólo se permitían un humor triste. “Atraco…” contiene, además, reflexiones sobre el teatro, en torno a lo que entretiene o aburre al espectador. La trama parte del encargo de un magnate ruso a dos jóvenes dramaturgos: les propone estrenar una obra en Moscú con la única condición de que sea sobre un atraco a un banco.

La pieza está elaborada desde un subsuelo de improvisación, no renuncia nunca a la gamberrada, y transmite una sensación de juego continuo. Pero la función triunfa y se hace abiertamente sólida con la aparición sobre las tablas de una actriz superlativa pese a su juventud que despliega un trabajo excepcional: Irene Escolar. Ataviada con una camiseta del Bayern de Munich, Irene Escolar protagoniza un monólogo en ruso realmente memorable, con una imperturbabilidad en el gesto que, sin embargo, lo dice todo. En definitiva, “Atraco…” se hace grande con el trabajo sublime de una intérprete. Porque el teatro, pretenda ser vanguardista o gamberro, tiene su esencia en la actriz y en el actor. Eso es intocable. Haro lo repetía: el teatro es palabra y actor. “Atraco…” tiene muchas cosas, todas ellas maravillosas, pero su fundamento está en la actriz y en el ingenio de la palabra y de las situaciones. El público del María Guerrero, completamente lleno –en los sitios permitidos por la seguridad sanitaria-, recibió en la función del pasado 4 de marzo, días después del estreno oficial, una de las mayores ovaciones que se han dado en los teatros de Madrid durante los últimos años. Un rotundo éxito.